sábado, 12 de junio de 2010

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO

(Lucas 7,36-50)

Esta es la historia de una persona que, fatigada de una vida tan vacía y llena de males, busca con afán ser salvada y que al fin encuentra un Salvador. El Evangelio de hoy nos narra así la transformación del corazón de esta pecadora, al entrar en contacto con Jesús.

Pero todo sucede porque la mujer, sin duda inspirada por Dios, primero reconoce que es pecadora, que su vida no está bien. Y esto es sumamente importante, porque muchos no se transforman porque estando en el barro, no reconocen que el barro es sucio, y piensan que “todo está bien”. No se atreven a hacer una verdadera exploración de sus conciencias; y algunos incluso han ido más lejos, han invertido sus valores. Piensan que en sus vidas todo está bien, que no hay nada que cambiar.

La mujer que está a los pies de Jesús, no sólo reconoce el desastre que es su vida, hace mucho más: descubre además que sola no podrá cambiar, que necesita ayuda, y necesita que la transformen por dentro, y entonces sin titubeos y con gran valentía irrumpe en casa del fariseo, interrumpe el almuerzo de los comensales sin ningún temor, y se arroja a los pies de Jesús. Ahí en este Hombre especial ha descubierto la fuente de la paz, y el manantial de la pureza que a ella también la va a purificar.

Como está decidida a todo, con tal de salir de esa vida anterior totalmente enfangada, lleva consigo sus perfumes, sus adornos, sus besos, y con esos mismos objetos que le servían para adornar su pecado, ahora los va a utilizar para entregarlos en los pies del Señor; todo lo que antes era utilizado para pecar, ahora lo convierte en don y ofrenda para Dios. Por eso riega con lágrimas los pies de su Salvador, los llena de besos, los seca con sus cabellos, y los perfuma con su mejor perfume. Cuántos besos de esa mujer habían sido falsos, cuántas veces sus cabellos habían sido instrumento de seducción, y sus perfumes habían servido de corrupción. Todo eso, ahora va a servir para rescatarla, por el amor con que se entrega y con que suplica perdón.

En contraste con esta verdadera ofrenda, de este acto de amor puro y ardiente, está la actitud del fariseo; y Jesús se lo reprocha, ya que el fariseo muestra su peor faceta, la de juez implacable que condena sin conocer lo que hay en el corazón de esta mujer. Y por eso se escandaliza y piensa “si éste fuera profeta sabría qué clase de mujer es la que le está tocando”. Jesús ante esta condena de una mujer que busca purificarse, sale en su defensa y reprocha al fariseo: Tú has sido poco considerado como anfitrión: No me has dado agua para lavarme los pies, no me has dado el beso de saludo, no me ungiste con aceite.

Es bueno reflexionar en el contraste de estas dos personas: el aparentemente bueno, que es simplemente el cumplidor mecánico de unas reglas religiosas, pero en las que no pone su corazón, y la pecadora que ha quebrantado gravemente los mandamientos de Dios, pero que ahora entrega su ofrenda y su vida a los pies de Jesús. Y, ante este ejemplo, la reflexión nos podría llevar a pensar, cómo deberíamos hacer cada uno de nosotros para entregar todo a los pies del Señor: nuestras lágrimas, nuestro perfume, nuestros besos. Todo absolutamente todo, convertirlo en ofrenda para el Señor, como señal de nuestro amor.

El camino de la conversión es el amor, por eso el Señor le dice al fariseo, que a esta mujer se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho. Este amor debe ser auténtico y se muestra en la donación de todo. Hay que darse totalmente para mostrar el amor: el amor hay que manifestarlo con las obras.

Con todo esto el Señor nos deja una afirmación importante para nuestra vida frágil de caídas y pecados: Jesús puede perdonar los pecados. Por eso el final de la narración queda subrayado por esa pregunta que se hace la gente que participaba del banquete: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?»

NO APARTAR A NADIE DE JESUS

NO APARTAR A NADIE DE JESÚS
José Antonio PAGOLA
Según el relato de Lucas, un fariseo llamado Simón está muy interesado en invitar a Jesús a su mesa. Probablemente, quiere aprovechar la comida para debatir algunas cuestiones con aquel galileo que está adquiriendo fama de profeta entre la gente. Jesús acepta la invitación: a todos ha de llegar la Buena Noticia de Dios.

Durante el banquete sucede algo que Simón no ha previsto. Una prostituta de la localidad interrumpe la sobremesa, se echa a los pies de Jesús y rompe a llorar. No sabe cómo agradecerle el amor que muestra hacia quienes, como ella, viven marcadas por el desprecio general. Ante la sorpresa de todos, besa una y otra vez los pies de Jesús y los unge con un perfume precioso.

Simón contempla la escena horrorizado. ¡Una mujer pecadora tocando a Jesús en su propia casa! No lo puede soportar: aquel hombre es un inconsciente, no un profeta de Dios. A aquella mujer impura habría que apartar rápidamente de Jesús.

Sin embargo, Jesús se deja tocar y querer por la mujer. Ella le necesita más que nadie. Con ternura especial le ofrece el perdón de Dios, luego le invita a descubrir dentro de su corazón una fe humilde que la está salvando. Jesús sólo le desea que viva en paz: «Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado. Vete en paz».

Todos los evangelios destacan la acogida y comprensión de Jesús a los sectores más excluidos por casi todos de la bendición de Dios: prostitutas, recaudadores, leprosos... Su mensaje es escandaloso: los despreciados por los hombres más religiosos tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios. La razón es sólo una: son los más necesitados de acogida, dignidad y amor.

Algún día tendremos que revisar, a la luz de este comportamiento de Jesús, cuál es nuestra actitud en las comunidades cristianas ante ciertos colectivos como las mujeres que viven de la prostitución o los homosexuales y lesbianas cuyos problemas, sufrimientos y luchas preferimos casi siempre ignorar y silenciar en el seno de la Iglesia como si para nosotros no existieran.

No son pocas las preguntas que nos podemos hacer: ¿dónde pueden encontrar entre nosotros una acogida parecida a la de Jesús? ¿a quién le pueden escuchar una palabra que les hable de Dios como hablaba él? ¿qué ayuda pueden encontrar entre nosotros para vivir su condición sexual desde una actitud responsable y creyente? ¿con quiénes pueden compartir su fe en Jesús con paz y dignidad? ¿quién es capaz de intuir el amor insondable de Dios a los olvidados por todas las religiones?

viernes, 4 de junio de 2010

SOLEMNIDAD DEL CUERPO DE CRISTO

EL CUERPO DE CRISTO
Lucas 9, 11b-17

Esta fiesta está establecida en la Iglesia especialmente para venerar solemnemente la donación generosa de Jesucristo en la Eucaristía. Es una solemnidad para poner de relieve la importancia del Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

El texto evangélico, con el que entramos en la meditación de hoy, narra una de las versiones (la de San Lucas, en este caso) del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Milagro, que especialmente en el Evangelio de San Juan, quiere destacar el milagro más grande aún de la institución de la Eucaristía.

El sacramento de la Eucaristía es el centro de la práctica de la vida cristiana, porque en él se nos entrega Jesucristo, realmente, aunque oculto tras la apariencia de pan y de vino. Jesucristo mismo destacó la importancia fundamental de la Eucaristía cuando, al anunciar su institución, nos dice: “Les aseguro que si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive unido a mí, y yo vivo unido a él”. (Jn 6, 53-56).

Frecuentar la participación en la Eucaristía, tener sed de Jesús en la Eucaristía (no contentarse con la sola misa de cada domingo), debe ser lo central que busquemos en nuestra práctica de vida cristiana.

En la Eucaristía se compendian todos los dones que Jesucristo viene a darnos, al ofrecernos la salvación. Su mensaje, su entrega, la redención en la Cruz, la comunicación de la vida de la gracia (la nueva vida), todo eso se compendia en la Eucaristía. Y además expresa en su forma y en su fondo el nuevo pacto, la Nueva Alianza que Dios quiere establecer con los hombres, y que había sido prefigurada en las diversas alianzas del Antiguo Testamento, en toda la Historia de la Salvación, y especialmente en el pacto que Dios establece con su pueblo después de salvarlos de la esclavitud de Egipto.

Ese pacto que hace Dios con el pueblo salvado de la esclavitud contenía tres elementos centrales: el compromiso de Dios de tener al pueblo judío como su pueblo particular, el compromiso del pueblo de acoger y cumplir los mandamientos, y el sacrificio del cordero, expresión de todo esto.

Estos tres elementos llevados a su plenitud, los pone de relieve Jesús al establecer la Eucaristía en la Cena del Jueves Santo: Dios se compromete con el nuevo Pueblo, universal, que abarca todas las naciones sin exclusivismos geográficos, o étnicos. Es el pueblo de todos los creyentes pertenecientes a todas las culturas, del mundo entero. Y a todos estos, especialmente convocados en la Eucaristía, Dios los recibe, no sólo como su pueblo, sino como su familia, como sus hijos; por eso es tan apropiado que recemos el Padre Nuestro en la Eucaristía. En segundo lugar, como en la Antigua Alianza, el pueblo, o sea los creyentes, se comprometen a cumplir la ley. Ya no se trata simplemente de legalismos, sino de la entrega del corazón, de la búsqueda de la voluntad de Dios en la vida, del mandamiento del amor. La novedad de este pacto está contenida en la afirmación de Jesús: “Ustedes serán mis discípulos si se aman unos a otros”; esta es la condición para pertenecer a su pueblo nuevo; por eso es tna hermoso el hecho de darnos la paz; supone reemplazar un simple cumplimiento de preceptos, por la entrega total del amor: el cristianismo debe hacernos generosos.

Y todo esto se hace mediante el sacrificio del Cordero de Dios, que sustituye para siempre todos los sacrificios antiguos, y que queda como el único sacrificio agradable a Dios; sacrificio que es a la vez fiesta, celebración de la salvación, comida de amistad. Y con esto también nos da un mensaje para que nuestra vida sea fiesta, amistad, comunidad y sacrificio, por Cristo y por los hermanos.

Y es que la Eucaristía debería transformarnos; tener la alegría de haber sido salvados, y por tanto vivir el optimismo cristiano toda la vida. Debería impulsarnos a sacrificarnos (o sea entregar a Cristo y a los hermanos lo mejor de nosotros), en fin a ser amigos, porque la Eucaristía nos debe hacer amigos.-